El próximo año se celebrarán los 100 años del descubrimiento de Machu Picchu. Así que desde ahora vete preparando para lo que vas a encontrar.
Si vas para el Cusco, no llames ‘ruinas’ a Machu Picchu: no sabes cuán indignante es para los cusqueños. Mejor queda santuario, o su versión marketera y turística ‘Ma-Pi’.
Cuando tengas que abordar el tren, una buena opción es Inca Rail: es cómodo por sus coches panorámicos y su atención de primera. Pero hazte la idea de que no vas a ir más que a 20 km/h: la complicada geografía –al borde del río Urubamba– así lo impone.
En tu camino a Ma-Pi, disfruta el sonido del río: su rumor completará el paisaje. Y si estás en algún mercadillo, curiosea en los puestos de comidas: el caldo de cabeza de carnero –con papas, morolla, arroz salpicado y ají huacatay– es también un patrimonio nacional.
Fíjate también en los polos que se venden: tal vez sea la única región donde los logos de Inca Kola son parte del souvenir prehispánico.
Y cuando estés en las calles verás cómo de las casas sobresale la colorida bandera del Tahuantinsuyo. Y no las ponen por imposición.
Si puedes, evita conocer la plaza de Armas de Aguas Calientes, el pueblo a los pies de Ma-Pi: su municipio simula un Sacsayhuaman de cemento con vidrios.
Aunque en realidad aquí sí hay un lugar dónde te puedes quedar: el Súmaq, un hotel cinco estrellas clavado en medio del cañón rocoso de acceso a Machu Picchu. Desde allí, y con suerte, podrás ver osos de anteojos y hasta gatos montés.
En la ciudadela busca un guía. Recuerda que la temporada idónea es de mayo a noviembre, que no llueve. Aunque siempre hay barro.
Eso es más o menos lo que verás en el ‘ombligo del mundo’. El punto de partida de un imperio. La base extraterrestre o el paraíso cósmico. La sede del santuario más apreciado de la región y que parece competir, en fama, con las noches de juerga interraciales que se viven allí todos los días. El Cusco.
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